Nuestra felicidad depende de lo que seamos capaces de hacer por los demás. Tengo que salir de mí e ir al encuentro del otro, así como tengo que abrirme a quien venga a mi encuentro.
La red compleja de relaciones humanas en que cada uno de nosotros está envuelto es el contexto donde somos llamados a vivir y actuar. La dinámica de la relación plena no es individual, sino comunitaria, diría que incluso es: familiar.
Las faltas de mi prójimo son en parte de mi responsabilidad, así como las virtudes. Debo estar atento para ayudar, en uno y en otro caso.
Algunos de los que se quedan atrás en esta carrera de locos se vuelven invisibles a los ojos de la sociedad. Nadie quiere saber de su existencia, tampoco de su desgracia. Mientras que, quien quiera alcanzar la felicidad auténtica no puede ignorar a los más pequeños, ni vivir como si los problemas de ellos fuesen menos importantes que los suyos.
El camino de cada hombre es único. Soñado, construido y recorrido por él mismo. El destino, el rumbo y las opciones de cada día son decisiones personales. Hacia donde se va y por donde se va, cómo se enfrenta cada adversidad, todo esto son elecciones individuales e íntimas.
Otros, en su condición de héroes que buscan la felicidad, viven y luchan por el bienestar ajeno como si fuese el suyo, sin que se note ni querer reconocimiento.
Es increíble cómo conseguimos olvidar personas a las cuales debemos buena parte de los triunfos en nuestra vida personal, solo porque, en su generosidad, solo quisieron hacer lo que hicieron por nosotros, no que nos acordáramos de ello.
Así también, cada uno de nosotros es llamado a tener una vida perfecta y a ser feliz, siendo héroe en la vida de los otros.
Una vida perfecta está llena de imperfecciones. Las personas felices no hacen siempre todo acertadamente.
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